16/7/15

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 Persigo, sin miedo, el eco de mi propia voz que amenaza con olvidarse todas aquellas palabras que dijo una vez.  Me persigo a mí misma en un afán por llegar a meta. A aquella que se fijó tanto tiempo atrás, sin preguntas, y porque sí. En uno de esos momentos que empiezan con un "y si" y finaliza con el ojalá cubierto de ilusión, con brillo y mirada al infinito incluida. En una de esas poses bohemias que todos adoptamos alguna vez cuando pensamos en nuestra vida y en el futuro. Ese pequeño amigo incierto e impredecible que a veces da una buena paliza a aquel grupito de expectativas que quisimos creer y a las cuales seguimos sin miedo a caer en la maldición de lo idílico, en el sueño onírico del que a veces sólo un buen puñetazo de realidad nos hace despertar. 

Pero de vez en cuando, en aquellos momentos en los que te pierdes sin tener vislumbrado el motivo, es conveniente mirar al frente y perseguir el camino de tu propia voz, sin escuchar a todos aquellas imitaciones de Pepito grillo que pretenden destrozar, sin miramientos, las aspiraciones que todos tenemos. ¿Qué más da si soñamos con ideas disparatadas? ¿Qué más da si teñimos nuestro futuro de ambición? ¿Acaso es malo soñar? ¿Acaso es malo esperar estar a la altura de tus propias expectativas?
Tendimos las manos y nos prestamos al azar. Ese lugar que nos comprimía el pecho de emoción y conseguía que las espinas con las que nos cruzábamos fueran a veces demasiado dolorosas. Seguimos disfrutando del efímero sueño, de la idílica vivencia de una historia que decididos escribir y con la que pecamos de inexpertos al no querer aceptar la existencia de un final. 
Por supuesto, nos equivocamos como tantos y tantos. El desenlace se escribió solo, pese a todos mis intentos frustrados por arrancar las páginas en las que se observaba un ápice del tan temido punto y final. Las montañas de papel gastado se acumulaban, a la vez que  la frustración se acrecentaba por no poder impedir aquello que temiamos, el desenlace, ese punto que no dejaría lugar a segundas partes. 
Y terminó. Acabó sin miramientos. Finalizó el tiempo y las paginas acumuladas no sirvieron de nada. Tras el paso de los meses, de las lágrimas y de muchas otras hojas de papel en las que relataba la crónica de un - para mi parecer-, corazón resfriado, la conclusión llegó en forma de prosa. Como si las mismas palabras a bolígrafo azul que acaba de escribir me hablaran, caí en la cuenta de que todo ello no era más que un simulacro. Una vivencia. Una enseñanza. Un aprendizaje.