16/7/15

Tendimos las manos y nos prestamos al azar. Ese lugar que nos comprimía el pecho de emoción y conseguía que las espinas con las que nos cruzábamos fueran a veces demasiado dolorosas. Seguimos disfrutando del efímero sueño, de la idílica vivencia de una historia que decididos escribir y con la que pecamos de inexpertos al no querer aceptar la existencia de un final. 
Por supuesto, nos equivocamos como tantos y tantos. El desenlace se escribió solo, pese a todos mis intentos frustrados por arrancar las páginas en las que se observaba un ápice del tan temido punto y final. Las montañas de papel gastado se acumulaban, a la vez que  la frustración se acrecentaba por no poder impedir aquello que temiamos, el desenlace, ese punto que no dejaría lugar a segundas partes. 
Y terminó. Acabó sin miramientos. Finalizó el tiempo y las paginas acumuladas no sirvieron de nada. Tras el paso de los meses, de las lágrimas y de muchas otras hojas de papel en las que relataba la crónica de un - para mi parecer-, corazón resfriado, la conclusión llegó en forma de prosa. Como si las mismas palabras a bolígrafo azul que acaba de escribir me hablaran, caí en la cuenta de que todo ello no era más que un simulacro. Una vivencia. Una enseñanza. Un aprendizaje.

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